Había una vez un leñador que se presentó a trabajar en una maderera.
El sueldo era bueno y las condiciones de trabajo mejores aún; así que el leñador se propuso a hacer buen papel.
El primer día se presentó al capataz, quien le dio un hacha y le asignó una zona del bosque. El hombre, entusiasmado, salió al bosque a talar. En un solo día cortó dieciocho árboles.
—Te felicito –dijo el capataz— sigue así.
Animado por las palabras del capataz, el leñador se decidió a mejorar su propio desempeño al día siguiente; así que esa noche se acostó bien temprano. A la mañana siguiente, se levantó antes que nadie y se fue al bosque. Pero a pesar de su empeño, no consiguió cortar ese día, más que quince árboles.
—Debo estar cansado –pensó y decidió acostarse con la puesta del sol.
Al amanecer, se levantó decidido a batir su marca de dieciocho árboles. Sin embargo, ese día, no llegó ni a la mitad. Al día siguiente fueron siete, luego cinco y el último día estuvo toda la tarde tratando de talar su segundo árbol. Inquieto por el pensamiento del capataz, el leñador se acercó a contarle lo que le estaba pasando, y a jurarle y perjurarle que se esforzaba hasta el límite de desfallecimiento. El capataz le preguntó:
— ¿Cuándo afilaste tu hacha por última vez?
— ¿Afilar? -Dijo el leñador- No he tenido tiempo para afilar, he estado demasiado ocupado tratando de talar los árboles.
¿De qué sirve empezar con un enorme esfuerzo, que pronto se volverá insuficiente?
Cuando me esfuerzo, el tiempo de recuperación nunca alcanza para optimizar mi rendimiento.
Descansar, cambiar de temas, hacer otras cosas, es muchas veces una manera de afilar nuestras herramientas.
Seguir en un punto forzadamente, en cambio, es un vano intento de reemplazar con voluntad, la incapacidad de un individuo en un momento determinado.
No olvidemos de afilar nuestra hacha.